Un grito de Jimena me restituyó a la hazaña diaria que con abusiva frecuencia estimula mi apología de una vida aminorada de responsabilidades. Era mi segundo sobresalto esa mañana y comencé a alimentar cierto marasmo, cierta polarización contra la que tenía que batallar para impedir que una rocambolesca pulsión me hiciera desear haber acudido a trabajar hoy y no permanecer en casa disfrutando de la compañía de mis hijos. Respiré y forcejeé por erradicarla y creo que, momentáneamente al menos lo logré, cuando pude verificar con júbilo que Jimena y Tristán habían consensuado qué emisión televisiva iban a tener delante de sus ojos mientras esperaban el desayuno.
En las últimas navidades Isabel me regaló una avalancha de canales digitales, con amenaza incluida de permanecer y multiplicarse como los panes y los peces, para que pudiera disfrutar una vez más (la cursiva sigue siendo mía) del espectro de oferta televisiva que, me imagino, debía merecerme. Cuando los tuve ante mí, y planifiqué la exigida instalación, recordé aquello que tradicionalmente sostenían mis antecesores cuando justificaban sus notables índices de fecundidad por la ausencia de la televisión; pensé que el obsequio implicaba algún mensaje (no traía tarjeta dedicada) y un vaivén de conjeturas pertrechó mi existencia. Era producto de esa maldita costumbre de analizarlo todo en lugar de amarlo ciegamente, hábito que seguramente conquistaría sólo cuando estuviese próximo el final de mi vida.
De nuevo mis retoños me exigían un plan, un proyecto para el resto del día cuyo diseño recaía inevitablemente en mí. Otra vez la perpetua responsabilidad de ser padre tenía que ser perforada por radiantes dosis de creatividad para evitar los infantiles clamores de incompetencia paterna que con recurrencia me adjudicaban. Estéril de ilusiones, yo casi siempre acogía cualquier promesa de sortear el hábito, de esquivar la cálida inercia de volver a vivir lo ya vivido y de seguir las pisadas en vez de caminar. ¿Qué hacemos hoy, papá?
Involuntariamente regresé a Isabel. Su diaria huida laboral deterioraba cada vez más mi frescura y restringía mi atrevimiento y mis alternativas. Maldije mi debilidad y retorné a Jimena y a Tristán. Aposté fuerte a que en esta ocasión la improvisación no aventajaría a la reflexión, pero reflexionar requiere sosiego y esta cualidad iba en el mismo envoltorio que mis ilusiones. La amenaza de naufragio me estimuló y rebusqué en mi memoria alguna de esas propuestas fugaces que a menudo me invadían y que precisamente desechaba por mi pobreza de tiempo. Es algo semejante a lo que me ocurre cuando las convenciones y la simbología cultural y comercial me apremian a hacer gala de mi esmerada socialización occidental y a decidir con qué halagar a Isabel en la recurrente Navidad, en el decimonónico día de la madre, en el febril San Valentín o hasta en el googleliano día de la mujer trabajadora. Es entonces cuando intento evocar alguno de esos momentos en que durante el bullir cotidiano doy por absolutamente zanjado qué voy a regalarle cuando lleguen esas fechas tan lucrativamente señaladas. Casi nunca logro recordarlo y reconozco que últimamente aprovecho los inmanentes afanes de Tristán y Jimena por brillar frente a su padre para reconquistar mi memoria.
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