Un ingrato haz de luz arrebató mi sueño y agradecí que fuera él y no la bulliciosa alarma de mi Casio lo que me resucitara, aunque luego pensé que mi actividad renacía tan temprano cada mañana que el sol y mi despertador nunca tenían la oportunidad de abrazarse. Sentí su mirada muy cerca, la tibieza de sus labios en un beso acostumbrado y rendido, su frágil y madrugadora voz: “volveré sobre las cinco” y su intenso aroma a esa inclasificable esencia artificial con la que solía engalanarse. Recapitulé. Si el ardiente y caluroso día caminaba ya con paso firme hacia su cenit y yo aún regateaba mi horizontalidad, es que una de esas extravagancias legales de mi esclerótico estatuto funcionarial aliviaba hoy uno de los nudos de la soga que me mantenía unido a esa pequeña región del cadalso en que se desenvolvía mi existencia. Si Isabel se había despedido es que desde ese momento me había transferido en exclusiva la responsabilidad compartida del cuidado y la vigilancia de nuestros dos hijos que, milagrosamente, extendían su sueño todavía hasta esa hora. Olisqueé su ausencia en el lecho y como un espejismo brotó la imagen de su apretado camisón que acabó por sumirme en un oasis de inconsciencia ebrio de soledad y pasión.
Los pasos de Tristán hacia la habitación y su quejumbrosa voz temprana me reintegraron a la realidad. Su deambular tambaleante y sus ojos semiabiertos perseguían ansiosa y desesperadamente encontrar otros (los de su madre, los de su hermana o los míos) para incorporarse ya sereno a la actividad de una nueva jornada, como el conductor desorientado y exhausto que busca de madrugada un indicio suficiente para dirigir sus pasos y calmar, al menos momentáneamente, su desazón. Se tumbó junto a mí y comprobé que afortunadamente esta vez había triunfado en su afán de continencia nocturna y, tal como exigen los rigores de la correcta psicología del aprendizaje infantil, reforcé su actitud con un «eres un campeón» que él recibió de buena gana agradeciendo generosamente mi reconocimiento aunque sin ofrecerme tregua me indicó con gesto de complicidad egoísta que debía levantarme y acompañarle al salón.
Hacer el desayuno ha constituido siempre para mí un momento placentero. Es como volver a disponer de una nueva oportunidad, como gozar de renovadas posibilidades de disfrutar y de sentirse bien aun asumiendo entonces la proposición silogística de que el instante que precede a quedarse dormido justo al final del día representa otra derrota y una nueva desilusión. Me ocurre algo similar cuando una vez a la semana deposito mi recurrente apuesta en la lotería primitiva con el anhelo de que podré hacerme rico, a pesar de que estoy convencido de que mi vida no se alterará un ápice. Hasta demoro comprobar los números premiados para alargar la confortable sacudida que produce la ilusión previa al desastre. Creo que son los antropólogos los que sostienen, tras haber examinado concienzudamente y con rigor a muchas sociedades, que es común en el ser humano que el brío que aviva la esperanza supere la tenacidad de la experiencia. Los mensajes que a menudo recibimos y que nos invitan a realizar esa primera ingestión del día de una manera abundante y saludable como método infalible para afrontar con éxito el resto del día, no hacen más que corroborar mis hipótesis, a pesar de que ahora los apuntalen con consejos dietético-energéticos y que desde luego yo no pongo en duda.
miércoles, 8 de diciembre de 2010
viernes, 12 de noviembre de 2010
Retazos y traveseos (I)
Una noche más el balanceo de la vida me ofrecía su revés y no me permitía esquivar la intensa voracidad de mis deseos. A pesar de que por la tarde se había alojado en un ceñido camisón de flores con sólo una minúscula braguita debajo..., a pesar de que al encender la luz de la habitación su imagen, de espaldas, inflamó mi espíritu..., a pesar de que acaricié su trasero con mis dedos y su alma con mi voz..., mi recompensa fue el mismo añejo y monótono reproche. Regresé entonces a la silenciosa lealtad del portátil y comencé a escribir.
Abandoné el tabaco hace unos meses. El cigarrillo ha perdido su efigie cautivadora derribada por los científicos mensajes que difunden los desastres de su compañía y reconozco que remonto las escaleras y que actuó en otros escenarios con mayor dignidad física que antes. Sin embargo, la complicidad de su humo en noches como ésta proporcionaba una inmensa comprensión, anunciaba una eterna adhesión y parecía transmitir un fiel y a la par traidor “estaré contigo siempre que me necesites”. Indudablemente era una consecuencia de la complejidad y la trampa de sus sustancias (de sus ingredientes) y de ese vínculo que se alcanza no sólo con los seres vivos sino a veces también con las cosas; más aún en este caso en que nunca nadie fuma dos veces el mismo cigarrillo, como no es posible bañarse en la misma agua aunque te sumerjas en idéntica zona del río. Confieso que su ausencia deja un hueco que nunca se llena, como el de aquella noche. Ese vehemente apetito de entregar y recibir ya nunca sería saciado porque como el agua del río jamás volvería.
Al contacto con las teclas y con la soberbia sensación de inventar y por tanto de aproximarme a la perfección de esa imagen de creador que cada cual posee, deseé sosegar la madrugada para impedir que me oprimiera el sueño y que pudiera someter y esclavizar mi limitada energía, mi llama cotidiana que, ese día, había prendido casi dieciocho horas antes y que había sido derramada, diseminada, en todos los campos que metafóricamente siembra en cada jornada un personaje, cualquier protagonista de estos tiempos.
Perdí.
Abandoné el tabaco hace unos meses. El cigarrillo ha perdido su efigie cautivadora derribada por los científicos mensajes que difunden los desastres de su compañía y reconozco que remonto las escaleras y que actuó en otros escenarios con mayor dignidad física que antes. Sin embargo, la complicidad de su humo en noches como ésta proporcionaba una inmensa comprensión, anunciaba una eterna adhesión y parecía transmitir un fiel y a la par traidor “estaré contigo siempre que me necesites”. Indudablemente era una consecuencia de la complejidad y la trampa de sus sustancias (de sus ingredientes) y de ese vínculo que se alcanza no sólo con los seres vivos sino a veces también con las cosas; más aún en este caso en que nunca nadie fuma dos veces el mismo cigarrillo, como no es posible bañarse en la misma agua aunque te sumerjas en idéntica zona del río. Confieso que su ausencia deja un hueco que nunca se llena, como el de aquella noche. Ese vehemente apetito de entregar y recibir ya nunca sería saciado porque como el agua del río jamás volvería.
Al contacto con las teclas y con la soberbia sensación de inventar y por tanto de aproximarme a la perfección de esa imagen de creador que cada cual posee, deseé sosegar la madrugada para impedir que me oprimiera el sueño y que pudiera someter y esclavizar mi limitada energía, mi llama cotidiana que, ese día, había prendido casi dieciocho horas antes y que había sido derramada, diseminada, en todos los campos que metafóricamente siembra en cada jornada un personaje, cualquier protagonista de estos tiempos.
Perdí.
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